Aracne era una de las mejores tejedoras de toda Grecia. No sólo era un placer ver sus obras maestras
cuando estaban acabadas, sino también contemplar cómo las ejecutaba con infinita gracia. Ya
sea porque ella misma tejía sus lanas o porque imitaba con inusitada perfección los colores de las
nubes, la gente comentaba que sus habilidades le habían sido concedidas por Atenea, diosa de la
sabiduría y patrona de los artesanos.
Pero Aracne tenía un gran defecto: era una
muchacha muy vanidosa y no reconocía a la
diosa superioridad en su arte.
–Puede venir –decía ella– y disputar conmigo
cuál de las dos es más hábil.
Atenea, picada por el discurso de la insolente,
bajó del Olimpo tomando la figura de una
viejecita de blanca cabellera. Apoyándose sobre
un bastón, se presentó ante Aracne y le habló
así:
–No se debe despreciar la vejez. Escucha los
consejos que te voy a dar: conténtate con ser la
mejor tejedora entre todas las mujeres del
mundo, pero no trates jamás de igualarte a una
diosa. Debes disculparte por haberla ofendido:
ella te perdonará si demuestras arrepentimiento.
Pero Aracne, lejos de arrepentirse, le dijo,
indignada:
–Vieja insensata, dale esos consejos a tu hija,
si es que la tienes: yo no los necesito.
¿Por qué Atenea no se presenta? ¿Por qué rehuye el reto?
–No lo rehuye, lo acepta –dijo la diosa, mostrándose con su verdadera figura.
Comenzó el concurso.
Aracne y Atenea estuvieron tejiendo durante todo un día y cada una de
ellas trazó sobre su tejido antiguas historias.
Atenea representó a los dioses en todo su esplendor. Por
el contrario, la tela de la orgullosa Aracne mostraba a los dioses como locos y borrachos.
La obra de Aracne estaba tan bien ejecutada, que Atenea no pudo encontrar en ella ningún defecto,
pero llena de ira por la ofensa a la dignidad de los dioses, rasgó de arriba abajo el tapiz.
Aracne se dio cuenta de que había cometido una falta muy grave, sintió mucho miedo, salió
corriendo e intentó suicidarse colgándose de una viga del techo. Atenea se apiadó de ella, la sostuvo
en el aire y le dijo:
–Insolente Aracne, vivirás así para siempre. Este será el castigo para ti y para todos tus descendientes.
Al marcharse, la diosa le arrojó el jugo de una hierba envenenada que le hizo caer los cabellos, la
nariz y las orejas; su cabeza y su cuerpo se empequeñecieron y las piernas y los brazos se convirtieron
en patas finísimas. Y así, de esta manera transformada en araña, siguió tejiendo sus hilos por siempre.
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